АВТОРЫ
НАШИ ДРУЗЬЯ

Как известно, собаки умеют думать, играть, ходить в гости и общаться: в подтверждение тому рекомендую рассказ «Бобик в гостях у Барбоса», Носов Н.Н.  Но собаки, увы, не умеют печатать на компьютере, и поэтому Юля Пескова, решив помочь одному своему четвероногому другу, с его слов записала под диктовку одну весьма занимательную историю из жизни наших меньших братьев и их хозяев, которые так же, как и во всех других странах мирах имеют обыкновение собираться вечерами где-нибудь в парках или на пустырях. Поскольку пёс живёт в Испании и по-русски не говорит, поэтому и рассказ получился на испанском. Но Юля обещает обязательно перевести его. Поэтому не читающим на испанском просто надо немного подождать, а читающим можно и сейчас ознакомиться с собачьей жизнью в Испании.   

Сергей Вязанкин, редакция "Испанский переплёт"

 

Пескова Юлия

 

EL MEJOR JUEGO DE MI VIDA

 

***

 

Me llamo Norte, soy samoyedo, nórdico y español. El nombre me lo dio mi Amita. Al principio sonaba como North, pero debido al problema nacional de no hablar bien inglés, poco a poco me convertí en Norte. Qué le vamos a hacer, los españoles somos así, y en eso estoy de acuerdo con los demás: no tiene ningún sentido pronunciar las palabras a la manera inglesa teniendo su propio equivalente en castellano. Los que no me conocen y me ven por primera vez suelen gritar:

 

―¡Qué bonito es! ¿Es un husky?
―Es un samoyedo ―dice la Amita.
―Cierto, samoyedo ―afirman con la cabeza y continúan, mucho más seguros―. Yo también tenía uno.
―Ya ―replica la Amita.
―Pero se me murió porque se tragó el mando con las pilas puestas.
―¡Qué pena!
―¿Suelta mucho pelo?
―Solo cuando muda.
―¿Y en verano? Debe pasar un calor, el pobre…
―Hasta luego ―dice la Amita entonces, y nos vamos.

 

Nací en Castellón, de padres samoyedos castellonenses en quinta generación, pero los amitos dicen que mis genes no han absorbido ni una gota de sangre mediterránea, y a pesar de hablar castellano-perruno impecable, no llegaré nunca a portarme como un auténtico perro ibérico. Porque, para llegar a serlo, me faltan dos cosas muy importantes, sin las que la españolización no sería posible: amar el fútbol y los petardos.

 

Es cierto: ambas cosas me provocan una emoción indescriptible, pero totalmente contraria a la de los auténticos españoles. Porque en el caso del fútbol, los auténticos españoles se reúnen en el bar Manolo, toman cañas y gritan “¡Gooool!". Ese grito les sale del mismísimo estómago y resuena vibrando a través de cada milímetro cuadrado de nuestro edificio de pladur. Una ola inmensa llega hasta mi cuerpo atravesando veinte metros de altura desde el suelo hasta el cuarto, donde vivimos, y yo salto sobre mis cuatro patas y echo a correr. A decir verdad, no hay donde correr: tenemos muy poco espacio, por lo tanto corro de una habitación a otra, llorando de miedo y mirando a los amitos con el fin de suplicarles que paren esta injusticia. Pero ellos no me hacen ni caso, se agachan para acariciarme y dicen su frase preferida: “no pasa nada”.

 

“No pasa nada” es otra frase, típicamente española, que a los nórdicos no nos hace ninguna gracia. Para empezar, no tiene mucho sentido, ya que en el mundo siempre está pasando algo, la cuestión es si son cosas buenas o malas. En mi opinión, la frase “no pasa nada” habría que completarla siempre con su adjetivo respectivo; en el caso del fútbol, habría que decir “no pasa nada bueno”; y en el caso de los petardos, cambiar la frase por completo, por ejemplo: “está llegando el fin del mundo”. También carecen de sentido muchas cosas que los humanos encuentran fascinantes. El fútbol es absoluta-mente maravilloso cuando jugamos Amito y yo; sobre todo, cuando me toca ser portero. Pero ¿qué sentido tiene el mismo fútbol, si estás sentado en la silla una semana entera, pegado a la pantalla y no haces otra cosa que gritar “gooool”? Lo de semana entera, lo llaman “la Copa”. La Copa es una auténtica maldición, porque es cuando más suenan las trompetas y es cuando mejor me cuadra utilizar la expresión “apaga y vámonos” que a veces oigo del Amito. Ojalá. Ojalá pudiera apagarlos a todos y que se vayan, o bien lo contrario: apagarme yo e irme, donde sea, lejos del piso, barrio, ciudad. Irme al bosque, al frío, al norte.

 

Cuando no hay fútbol y no suenan las trompetas, soy el perro más español del mundo. Porque lo que más me gusta es estar en la calle. Paseo tres veces a diario con mi mejor amigo, Thor, y a veces también juego con Zeus, Luna o Sira. Tampoco me aburro en casa: me divierto rompiendo cajas de cartón, destrozando zapatos y robando calcetines. A veces la Amita se despista y deja a la vista mi juguete preferido: se llama piedra pómez y hago todo lo posible para comérmelo pasando desapercibido. También me gusta volcar la botella donde cae el agua del aire acondicionado. Me encanta ver cómo el agua corre por la terraza y remojar en ella mis patas. Curiosamente, mi juego provoca que Roberto, el vecino de abajo, suba para quejarse a los amitos de que se le está “jodiendo” el toldo. No soy perro malicioso y la venganza no es algo propio de mi carácter, pero joderle el toldo a Roberto lo considero algo natural y merecido: cuando gana un tal Real Madrid, él sale a la terraza a tocar la trompeta y grita “gol” de manera que los amitos se ponen a reír a carcajadas. En estas ocasiones el Amito suele decir que cada uno tiene su forma de obtener el orgasmo, y que mientras en otros países la gente hace el amor de verdad, en España se desahogan de la tensión sexual durante la Copa.

 

La Amita llama a Roberto “Viejo Chocho”, y aún no me he explicado el significado de la segunda palabra. Pero viejo sí es, apenas se mueve y le cuesta subir la pequeña colina del parque donde siempre se reúnen todos los amos de los perros. Porque Roberto también tiene uno, es un buldog baboso y pegajoso que se llama Rocky.

 

Entre todos los juegos del mundo, no hay ninguno que me chifle tanto como el “pilla-pilla”. Este juego maravilloso consiste en robar una cosa a los amitos u otros perros y que me persigan. He conseguido llegar en él a tanta perfección que siempre acabo ganando. Pero a veces, si me veo acorralado, me trago la cosa para no dársela a nadie. Así pasa con los calcetines del Amito, la piedra pómez y los papeles con los “apuntes importantes”. Cuando me trago algo semejante, los amitos andan todo el día preocupados, esperando “la caca”. ¡Hay que ver sus caras cuando el calcetín sale de vuelta! Con los “apuntes importantes”, normalmente, no hay tanta suerte, y casi nunca los encuentran.

 

La gente en general me encanta, puesto que siempre intentan acariciarme. Me mola que me acaricien, entonces me pongo enfrente de ellos y empiezo a darles la pata, y a veces me tumbo para que me rasquen la tripa. Podría jurar que se les empieza a caer la baba de emoción, y es normal: yo quiero a las personas y ellas me quieren a mí. La verdad es que prefiero la gente a muchos perros, por ejemplo, me cae mucho mejor el amo de Zeus que el propio Zeus. El amo de Zeus se llama Juanjo y me acaricia detrás de las orejas, y es muy agradable, pero Zeus, en cambio, viene a besarme en la boca con toda su saliva asquerosa, y me pone tanto de los nervios que me cabreo y le gruño. No quiero decir que Zeus sea un mal tío: cuando jugamos a luchar o al pilla-pilla, es uno de los mejores, porque es igual de fuerte que yo. En cuanto a Juanjo, la Amita dijo una vez que es un "Viejo Salido", pero no estoy muy seguro de qué quiso decir con esto.

 

Si supiese hablar el idioma de los amitos, me sería más fácil comunicarme, pero nos tenemos que conformar con lo que hay: a pesar de que yo entiendo todo lo que dicen, los amitos no han desarrollado las capacidades suficientes para entender mis preguntas y, cada vez que les digo algo, intentan averiguar qué significa: «¿Quieres hacer caca, mi amor?», me pregunta la Amita, mientras yo estoy intentando transmitirles con toda la fuerza de mi voz que quiero saber el significado de la palabra “salido”.

 

El Viejo Salido y el Viejo Chocho vienen a la colina de cinco a seis de la tarde. Juanjo suele darme chuches y Roberto a veces intenta acariciarme, pero no le dejo: me da un poco de miedo. Su perro Rocky le obedece también por miedo, y lo mismo le ocurre a Roberto con las personas: no se fían de él porque siempre parece enfadado. Consiguió asustar incluso a aquella rubia que todo el mundo llama Charo. Me gusta este nombre, ¡parece perruno! El Amito la llama "Boca Chancla", y una vez (pero esto cuando ya estábamos en casa) dijo que es rubia de bote y que es una maruja y una burra. No sé lo que es una maruja, pero a los burros los vi una vez en el campo. Olían fenomenal. Nada en comparación con Charo, aunque esta tampoco huele mal, sobre todo algunos días del mes. Esta Charo grita muchísimo y se ríe por cualquier cosa, hasta los ladridos de los perros se hunden dentro de sus carcajadas. Roberto es la única persona que sabe hacerla callar. Así, hace unos días, la dejó totalmente sin voz cuando pronunció en tono helado: «Ver a Belén Esteban es vergonzoso». No sé quién es Belén Esteban, tampoco entiendo la palabra vergonzoso, no obstante, la frase de Roberto dejó a Charo de piedra, y tardó un buen rato en empezar a respirar.

 

Con los demás, Charo es muy valiente. Un día, cuando mi Amita y yo paseábamos a través de los pinos, escuché gritos. Eran Charo y la dueña de Luna, otra amiga mía. Charo agarraba del pelo a la dueña de Luna, y aquella le respondía con bofetadas. Ambas gritaban la palabra «japuta», y al principio pensé que estaban jugando, como jugamos Thor y yo, pero pronto mi nariz capturó olor de rabia y desesperación.

 

―¡Asesina! ―gritaba Charo―. ¡Cómo tu perra se vuelva a acercar a Pimienta, la mato con mis propias manos!

 

Pimienta, la perrita negra de Charo, es muy maja, pero un poco tonta, y nunca jugamos. Tuvo mucha suerte, porque Charo (que se dedica a limpiar los cubos de la basura) la encontró en un contenedor, dentro de una bolsa de plástico, medio muerta. Pimienta por entonces era una cachorra y Charo se la quedó. El Amito dice que no le gusta que me acerque a Pimienta, puesto que ya ha cumplido un año y aún no tiene ni chip ni vacunas puestas. Pero en mi opinión Pimienta es la perra más feliz del mundo: siempre anda suelta y en casa le dan cosas como croquetas, espaguetis y paella, mientras a mí solo me ofrecen pienso de alta gama. También puede comer comida de gatos, que las abuelitas dejan debajo de los arbustos, y si quisiera, tiene toda la libertad del mundo para cazarlos. Nadie la controla, porque mientras Pimienta pasea libremente por el parque, Charo se queda con Roberto y Juanjo a hablar de fútbol y demás vecinos. Los tres encienden sus cigarrillos, sacan latas de cerveza y se quedan clavados en sus sitios durante toda la hora en que sacan a los perros. Solo los vi moverse una vez: cuando a la señora mayor, llamada Teófila, se le escapó su perro tonto; y luego otra vez más, de la que hablaré más adelante. Pues, cuando el perro tonto se escapó, Roberto fue a buscarlo y tuvo que subir a la cima de la colina. Cuando finalmente regresó con el perro, tenía el aspecto de haber corrido un maratón.
La señora Teófila se echó a llorar.

 

―¡Ay! ―le dijo a Roberto con voz temblorosa―, ¡no sé cómo agradecérselo! ¿Qué puedo hacer para que no se me vaya? Debería castigarlo, pero me da pena.
―Su problema ―le contestó Roberto― es que tiene demasiada pena por todo.
―Es verdad, hijo mío. ―Los ojos de la señora Teófila se llenaron de agua, como cuando llueve.
―Rocky nunca se me escapa ―dijo Roberto orgulloso―. ¿Y sabe por qué? Una hostia dada a tiempo…
―Mi Norte tampoco se me escapa ―le interrumpió la Amita―. Y no le he pegado en la vida.
Roberto se echó a reír. Eran unas carcajadas secas, parecía que se estaba ahogando.
―¡Menos cuando se te escapa! ―replicó secamente.
―¿Cuándo se me ha escapado? ―preguntó ella, molesta.
―Hoy mismo, a por la mierda. ¿O no es así?

 

Es verdad. Cuando la Amita se despistó, encontré ese verdadero manjar. Según los humanos, lo dejan en el parque “los sinvergüenzas” y “los guarros”, y se llama o bien caca, o mierda, depende de con quién hable la Amita. Con la señora Teófila, por ejemplo, dice caca, y con Roberto, mierda, pero yo no entiendo la diferencia entre las dos palabras. Solo sé que a la Amita también le gustaría comer una de estas, pero yo siempre llego antes y (aunque la quiero mucho a ella) me lo como todo. Cuando la Amita se acerca corriendo y grita «¡suéltalo!», intento coger en la boca el trozo que no terminé y me salvo corriendo, tragándomelo por el camino. La Amita normalmente se enfada muchísimo y luego, en todo el día, no me deja que la bese. Pero el manjar lo vale, ¡es algo buenísimo! El otro día Thor encontró una caca-mierda de las grandes y nos pusimos hasta las cejas. Yo veía de reojo a Jorge, el amo de Thor, subir la cuesta hacia nosotros y gritar desesperadamente: «¡Thor, no!», pero llegó demasiado tarde, ya nos lo habíamos terminado.
«Me cago en la p…», dijo Jorge a la Amita, y ella puso cara de asco: «No pienso ni acercarme hoy a este guarro». Así que nos dejaron tranquilos y seguimos jugando Thor y yo.

 

A decir la verdad, si no fuese por Thor, no tendría nada que hacer entre toda esta gente que se denomina “Peña canina”. Porque tanto ellos como sus perros son unos aburridos. No saben jugar, solo hablan y beben cerveza. No se mueven de su sitio ni si les suena un petardo en el mismísimo oído. Cada vez que subimos a la colina, la Amita les pregunta: «¿Os apetece caminar?». «¡Qué dices! ―contesta Juanjo―. Allí arriba ronda la poli. Habrá que atar a los perros. ¿O quieres que nos multen?». Y Roberto añade: «Además, he oído que por allí están sacando al pitbull negro, que dicen que ha destrozado a un par de perros». Y Charo la Boca Chancla, exclama:  «¡Ni de coña! ¿A que no te han llegado las noticias?». Y sus ojos se quedan redondos como dos platos. “¡Que hay una pitón en el parque! Se escapó de un zoológico. Lo vieron dos señoras, y dicen que ya mató a un caniche».

 

Entonces nos vamos a caminar solos. Pero si coincidimos con Thor, este siempre se apunta al paseo, porque su dueño, Jorge, es un chico joven y no le dan miedo ni la poli, ni el pitbull, ni la pitón. Thor es mi único amigo verdadero. Es mestizo de pastor alemán y un chucho. Sus dueños lo compraron en internet por 50 euros, porque buscaban un perrito pequeño, eso les aseguró el vendedor. Pero Thor creció muy rápido y pesa ahora más de 40 kilos. Es de lo mejorcito que he encontrado en mi vida. Mis amitos lo llaman “Cazurro Como Sus Dueños”, y es con quién realmente lo paso genial. El nombre de Thor debe de estar derivado de la palabra “torpe”, porque no hay nadie más patoso que mi amigo. Siempre le pasa algo: un día Jorge le dio tres tabletas de chocolate y mi compañero estuvo vomitando todo el día; otro día le mordió un chihuahua, y hace poco Thor subió una roca corriendo detrás de Pimienta y no se dio cuenta cuando la roca terminó y empezó el vacío. Cayó desde una altura de tres metros, se escuchó un “ploff” y mi amigo se quedó inmóvil en la tierra. Jorge gritó como un loco, lo cogió en brazos y corrió al veterinario. El doctor examinó la radiografía y se quedó estupefacto. «No puede ser que no se haya roto ni un hueso», dijo.
«¿Ves como a esos cazurros nunca les ocurre nada?», dijo el Amito al enterarse. «Será cazurro ―le contesté en castellano-perruno―, pero es noble y divertido». Y la Amita sonrió. «Mi amor ―dijo con dulzura― ¿tienes hambre, verdad?».

 

A la Amita la adoro, aunque no siempre entiende mi castellano, pero a ella se lo perdono todo. Los amitos me compraron porque no tienen hijos. «Puesto que no tenemos hijos, tendremos a uno perruno», decidió un día el Amito, y así es como llegué a su vida. Obviamente, les costé bastante más de 50 euros, incluso más de mil, porque no soy ningún cazurro y tengo un árbol genealógico de 10 generaciones que ascienden a los mismísimos lobos polares. Luego tuvieron que comer pan y beber agua durante tres meses, porque no llegaban a fin del mes con tanto gasto. Por eso les echó la bronca una vecina que trabaja en la protectora de animales. «Con tantos perros que hay para adoptar… ¡compráis uno!» Y luego se enfadó de nuevo: «No me digas que no lo vas a castrar». A lo cual Amita contestó: «Y tú a tu hijo ¿lo castrarías?» A partir de entonces no se hablan entre sí. Porque hay gente que no llega a entender lo de tener a un hijo perruno. Por ejemplo, la pesada de la señora Teófila. Un día nos topamos con ella en el camino hacia la fuente y paró a la Amita. Llevaba la cara, como siempre, llena de lágrimas.

 

―¿Le pasa algo, señora? ―preguntó la Amita, mientras yo apartaba a su perro tonto, gruñéndole ferozmente.
―Es el día de mi cumpleaños, hija. ―Seguía llorando la señora Teófila.
―Felicidades! ―exclamó la Amita―. Pero ¿por qué está usted triste?
―Porque es el primer cumpleaños que voy a pasar sin mi esposo. ―Miró en dirección del cielo. Yo también miré allí pero no vi ningún pájaro―. Menos mal que me quedan mis hijos. ¡Qué haría sin ellos! ―Y se puso a llorar otra vez. Así se quedó un rato, con la cara hecha una pena, mientras yo empecé a hartarme de tener que aguantar al pesado de su perro tonto. Por fin la señora miró a la Amita y dijo:
―Y tú, hija, ¿cuándo vas a tener niños?
―Ya tengo uno muy peludo. ―La Amita se rió.
―A este nadie te lo quita, está claro, pero me refiero a los de verdad.
―Puede que nunca los tenga ―replicó la Amita tranquila.
―He oído que el doctor Sánchez hace maravillas. Está en la clínica esa, de color blanco y negro, por donde la peluquería de la Pepa. La hija de la Mari, y la de la Pili, se la hicieron allí. Si quieres, me entero.

 

La Amita la miró estupefacta, así miro yo a Bamby, el perro de Laura Cara Neandertal, cuando intenta ladrarme. La verdad es que todavía no me he aclarado si es hembra o macho, huele a hembra, pero es diferente a las hembras, no tiene ni elegancia ni gracia, parece amargado.

 

―Ya estuvimos donde otro doctor muy famoso. La broma te sale por más de tres mil euros, y sin garantía ninguna.
―Es cierto, pero el doctor Sánchez…
―Ya. Pero no tengo dinero.
―Podrías coger un préstamo. Te podrían ayudar tus suegros o tus padres. No sé… ―La señora se encogió de hombros―. Yo sin mis hijos no me imagino la vida… ―Y sus ojos nuevamente se llenaron de lágrimas.

 

La Amita estaba más callada que una piedra. Me parecía que la situación llegaba a ser algo embarazosa y empecé a aullar y demostrarle que era tiempo de irnos. Pero la señora no quería terminar de hablar.

 

―Y si no... también se puede probar otro tipo de ayuda. La hija de una amiga mía estaba como tú… Y finalmente fue a las casitas bajas, que por entonces allí vivía un hechicero. Se reunió con él, la miró y la escuchó y luego le pidió que esperara un rato. «Tengo que hablar con la Madre», comentó. Y se retiró dentro de su habitación donde tenía un altar. Al rato salió haciendo un gesto afirmativo. «La Madre aceptó tu petición. Tendrás un bebé».

 

A decir verdad, yo no aguantaba más estar parado. Al ver que la Amita no se movía, como paralizada por sus propios pensamientos, me levanté y salté hacia delante, haciendo que la Amita tuviese que saltar también. Por fin salió de su letargo. Di otro tirón y me lancé a correr, lejos de la señora Teófila y sus pesadas historias, y la Amita corría detrás y gritaba «¡Para, para!». Pero no paré hasta que no me encontré a una larga distancia de la mujer y su adorable perro tonto.

 

―Menos mal, Norte ―me dijo la Amita, y me acarició―. Si no es por ti, seguimos otra hora escuchando bobadas. Y me sentí muy orgulloso de haberla librado de la pesadilla.

 

Muchas veces los amitos me llevan al bosque lejano. Para eso cogen el coche y me sueltan en el río, o en un lago. Un día le pregunté a Thor si había visto un río, y me dijo que no. Los demás tampoco lo habían visto. Al parecer, no habían visto nada, excepto nuestro parque; para ser más preciso, aquella parte de él donde se reúnen sus dueños. Cuando la Amita se detiene para saludarlos a todos antes de irnos a caminar, me divierto escuchando sus conversaciones. Así me enteré de que el exmarido de Charo, al juntarse con tantas hembras, le pegó una enfermedad “allí abajo”, y que Roberto tenía una novia de Zimbabwe que le olía, cuando entraba a casa, para identificar si estaba con otra hembra. Respecto a Juanjo, la esposa oficial lo echó porque se enteró de que salía con otra hembra a la que había dejado embarazada. También aprendí que a Laura Cara Neandertal la dejó el marido, se marchó un día de casa y pidió que no le molestase más.
Lo de Cara Neandertal, lo inventó la Amita.

 

―Los científicos dicen ―le comentó un día al Amito― que los neandertales no se cruzaban con los homosapiens, por lo tanto, es dudoso que su ADN corra por nuestras venas. Pero viendo la cara de esta, se podría rebatir con éxito la teoría.

 

El Amito sonrió. Yo también ladré alegre, lo cual, si me expresase con el idioma de los humanos, significaría que me estaba partiendo de risa. Pero los amitos lo tomaron a su manera. «¡Míralo, quiere jugar!, dijo La Amita y se lanzó a por la pelota. Le ladré un par de veces más para explicar que también sé todo lo de los neandertales: lo aprendí cuando me echaba la siesta debajo de la tele al lado de la Amita. Es cuando lo explicaron perfectamente: los neandertales no sobrevivieron a los homosapiens, pero aún quedan dudas de si se cruzaban entre sí. Pero yo me pregunto que si los perros nos podemos cruzar con cualquier perro del mundo, sea husky o buldog, ¿por qué no lo pudieron hacer esos humanos prehistóricos? Por ejemplo, si nos cruzásemos Pimienta y yo, saldría un cachorro parecido a Laura Cara Neandertal, quizás tendría mi cabeza enorme con el cuerpo minúsculo de Pimienta. Saldría muy feo, por eso los samoyedos, aunque pueden, no deben cruzarse con nadie que no sea de su raza. No obstante, en el caso de Laura, estoy seguro de que su antepasado neandertal, al desconocer la teoría de pura raza, se cruzó con una homosapiens, y todavía salen descendientes de esa pareja, tales como la pobre dueña de Bamby. No obstante, por muy fea que sea, es la única que recoge las cacas de su perro. Los demás consideran que es abono natural. Una vez Charo se escurrió en la caca de Pimienta y se cayó.

 

―¡Jajaja! ―Se partió de risa Juanjo.
―¿De qué te ríes, gilipollas? ―Se enfadó Charo.
―¡Es que hay que recoger, mujer!
―¿Y tú recoges?
―¿Pa’qué?, si esto luego se deshace con la lluvia.

 

Yo quería hacer una observación respecto a la escasez de lluvias en España y ladré, pero nadie me hizo caso.

 

―Son los de la limpieza los que deberían recogerlo ―observó Juanjo―, pero estos funcionarios no hacen nada más que tocarse las pelotas.
―Ya te digo ―replicó Charo―. Nuestro jardín, desde que despidieron al jardinero, parece un vertedero. La gente tira colillas, papeles… pero nadie pasa a limpiar.
―Eso no es nada ―Juanjo se encogió de hombros―. En nuestro bloque hay una señora que da de comer a los gatos. ¡Eso sí que es un vertedero!
―¿Qué hay de malo en dar de comer a los gatos? ―se sorprendió mi Amita.
―Una cosa es dar de comer y otra, bajar pollos enteros con la cuerda. Y luego esos platos con los restos de cocido… ¡Qué vergüenza! No entiendo por qué el Ayuntamiento no se encarga de solucionarlo.
―¿El Ayuntamiento? ―dijo Roberto con sarcasmo―. ¿Desde cuándo piensan en nuestro barrio? Ellos no viven en él, ¿acaso les importamos? ¡Si los barrenderos pasan por aquí una vez a la semana!
―Así va España ―concluyó Juanjo―. Metida en la mierda por culpa de los políticos.
Desde luego, pensé, qué tontos son. Para erradicar a los gatos, no hace falta ningún Ayuntamiento. Solo hace falta dejarme suelto un par de horas y yo acabaría con todos. Los gatos son una plaga. Huelen fatal, pero el hecho de que huelan me hace conocer muy bien dónde se esconde cada uno de ellos. No los veo, los intuyo. En cuanto consigo despistar a la Amita, no hay quien pueda detenerme. Salgo corriendo a toda velocidad, me cuelo por debajo de la verja del patio y… ¡empieza la guerra! Los persigo, los hago subir a los árboles, y si puedo acorralar a uno de ellos, le ladro con toda mi fuerza y rabia, para hacerle salir.

 

Una vez casi cojo a uno. Estaba lloviendo mucho y, nada más salir de casa, enseguida los olí a todos. Me colé por un agujero de un patio desconocido y, en aquel momento, uno de los gatos saltó delante de mí, metiéndose dentro de los arbustos. Empecé a ladrarle con toda la rabia que salía de mi corazón.

 

«¡Norte! ¡Norte!», se oía la voz de la Amita detrás de la verja, y desde arriba también se oían las voces de los vecinos. «¡Menudo cabrón!», exclamaba alguien desde la terraza. Vi de reojo a la Amita haciendo unas maniobras muy raras, trepando la verja, como lo hacen mis enemigos los gatos, y gritando a plena voz. Por fin, saltó la verja (pudiendo colarse, como yo, por debajo, ¿para qué hizo esto?) «Me cago en tu p… madre, ¡ven aquí!». Se acercó y escuché el click de la correa. Me ataron. «¿Por dónde salgo? ¿Tiene puerta el jardín?», gritó la Amita, mirando hacia las terrazas. Pero los cotillas ya habían desaparecido. El agua caía del cielo, mojándonos hasta los huesos. «¿Por dónde salgo?», repitió desesperada.

 

Yo no pretendía salir. Tenía que terminar con lo que me había planteado. En este momento percibí un movimiento: en el fondo del patio un cuerpo se movió y desapareció. ¡Un gato! Di un brinco y salté hacia él. La Amita chilló y se cayó en todo el barro del jardín. Notaba la maldita correa arrastrarse detrás de mí y, de golpe, se enganchó en algo, haciéndome parar. La Amita se precipitó para cogerme de nuevo y juntos doblamos el edificio, hundiéndonos en el barro. La Amita parecía muy disgustada. La puerta del jardín llevaba un candado y no se abría. Me tranquilicé un poco, la lluvia me nublaba la vista. Quise decirle que la única forma de salir sería volver al mismo agujero y colarnos los dos por debajo… pero en ese momento apareció la primera señora. Estaba por el otro lado de la verja.

 

―¡Oye! ―dijo enfadada―. ¡Este jardín es un lugar privado! ¡No es un lugar para pasear a los perros!
―Lo siento. ¿Podría ayudarme a salir de aquí?
―¡Saldrás por dónde has entrado!
―Tuve que saltar la verja ―explicó la Amita―. Pero me será imposible trepar con un perro de 30 kilos en brazos.
―Ese no es mi problema ―exclamó la señora―. Y apareció otra, mirándonos a los dos.
―¿Se te cayó algo al patio? ―preguntó con malicia.
―¡Se me cayó el perro! ―Se enfadó, a su vez, la Amita―. Miren, señoras, si no me quieren ayudar, es mejor que se vayan.
―No, ¡vete tú de nuestro patio!
―Me iré gustosamente si me ayudan a abrir la puerta.
―No, querida, saldrás por el mismo agujero por donde tu perro se coló.
―¡Ya me gustaría que usted colara por allí su culo gordo!
―¡Mírala qué borde!
―Seré una borde ―le gritó la Amita―, ¡pero usted es una bruja!

 

Las señoras no supieron qué decir y se precipitaron a su portal, para no mojarse aún más. Nos quedamos solos, absolutamente solos en el jardín, y el agua caía y caía. En ese momento comprendí que la Amita no sabe colarse por los agujeros pequeños. «No me queda otra que llamar al Amito»,  dijo ella, y marcó el número. Pasaron unos momentos largos ¡y el Amito apareció! ¡Qué alegría! Se moría de risa. «¡Qué pinta llevas!», le dijo a la Amita. Me sacaron entre los dos, pasándome de brazo en brazo, por encima de la verja. Y luego la Amita trepó de nuevo y la saltó. Estaba llorando.

 

―¿Por qué lloras, tonta? ―le preguntó el Amito.
―Por nada ―contestó.

 

Al día siguiente paró de llover. Sopló el aire frío, tan frío que me sentí lleno de energía. La Amita se puso el plumas y el gorro; el Amito, los guantes; y Jorge, el amo de Thor, llegó con capucha en la cabeza y bufanda. Pero Thor y yo nos sentíamos genial: nos pusimos a dar unas carreras locas para adelantarnos; nos montábamos uno a otro y nos revolcábamos en el polvo de la colina. El resto de la Peña también estaba allí: con los cigarrillos encendidos y las cervezas, hablando pacíficamente. Cuando Thor y yo nos quedamos totalmente agotados, la Amita me ató.

 

―Vámonos a casita, Norte ―dijo.
―¿Ya os vais? ―preguntó Juanjo.
―Tenemos que hacer muchas cosas antes de la Nochebuena.
―Pues nada, a disfrutar de la fiesta, ¡con tantos petardos podéis hacer el amor a toda pastilla!
―No creo que lo hagamos en presencia de los suegros ―contestó.
―¿Y qué pasa? Cerráis la puerta y decís: ¡ahora volvemos, mamá! ¡Es que eso no es nada vergonzoso!

 

Charo emitió una larga carcajada.

 

―Desde luego, mis vecinos piensan igual que tú. Lo hacen donde yo como, quiero decir, detrás de la pared de mi comedor. Y empiezan: ahhhh… ohhhh… Si me toca el Gordo, ya veréis lo que sigo viviendo allí. Me mudaré a un chalet.
―Oh, si me toca a mí, ¡compraré una isla entera! ―intervino Jorge―. Y la llenaré de perros, miles de perros como Thor.

 

Thor y yo nos miramos, sin entender muy bien por qué un tal Gordo les tiene que tocar.

 

―Y yo ―dijo el Amito― me iré al norte. En un Jet privado, por supuesto.
―¿Y por qué no echamos juntos a la lotería? ―propuso la Amita―. Imaginad que nos toca.

―¡Es verdad, ¿por qué no?! ―Se alegró Juanjo―. Imagínate a toda la Peña con el billete ganador, reunidos en la colina, con botellas de champán y la televisión grabándonos. Y luego saldríamos en la tele: «El Gordo ha tocado a un grupo que se denomina “Peña Canina”». Pero ¿imagináis la envidia de todos los del barrio?
―¿A qué esperamos entonces? Solo queda un día. ¡Vamos a echarla ya! ¿Quién quiere participar?
―¡Yo! ―gritó Jorge.
―¡Yo! ―chilló la Boca Chancla.
―¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! ―gritaron todos.
―¡Ah! ―dijo la señora Teófila, y se puso a llorar―. Yo, si ganase, se lo daría todo a mis hijos.

 

Porque, ¿para qué lo necesito yo ahora, tal y como estoy…? Y se pusieron todos a sacar de los bolsillos lo que llaman el dinero. Se lo dieron al Amito y le dijeron que les comunicase el número sin falta.

 

―Mañana subimos aquí a la hora del sorteo. Con el billete en la mano, ¿os parece?
―¡Genial! ―Charo dio un gran sorbo de cerveza y tiró la lata fuera.

 

Y en ese momento llegó el fin del mundo. Algo horrible explotó a nuestro lado, haciendo reventar de dolor mis tímpanos. El corazón se me salió del pecho. Salté. No entendía nada, no pensaba en nada, no podía razonar. Me di cuenta de que estaba corriendo, corriendo hacia casa, para refugiarme del fin del mundo. No me quedaba aliento para continuar, se me nublaba la vista, pero yo seguía y seguía. Me colé entre las personas y los coches, loco de miedo.

 

Por fin paré. Era la puerta de nuestro portal, y el viejo vecino de la escalera izquierda me abrió. «¿Qué te ha pasado, gamberro?», me dijo con tono cariñoso. Pero no era capaz de saludarlo, temblaba como tiemblan las hojas en un día del viento. Al rato aparecieron los amitos. La Amita estaba llena de suciedad, y cojeaba. El Amito me ayudó a subir a casa y enseguida me escondí en el cuarto de baño, muerto de miedo. Oía a los Amitos hablar.

 

―¡Para haberme matado! ―dijo la Amita.
―¡Malditos hijos de puta! ―replicó el Amito.
―Niñatos de mierda, pero ¿por qué nadie lo prohíbe?
―Eso no fueron petardos, fue una traca.
―Como para tenerlo atado estos días. Por poco y me reviento la cabeza. A ver cuántos moratones me van a salir.
―Y aún no han empezado de verdad. Ya verás en Nochevieja. ¡No podremos ni sacarlo a cagar!

 

Aquel día no comí ni bebí apenas. Por la tarde subió Roberto, pero curiosamente no fue para quejarse. Preguntó a la Amita cómo estaba.

 

―Te vimos caer y nos quedamos de piedra ―comentó―. Te comiste toda la cuesta. Si no hubiera sido por el plumas, te habrías roto un par de costillas.
―Gracias por preocuparte ―contestó. Y se fue triste al salón donde permaneció afligida, como yo, todo el día.

 

Al día siguiente me tranquilicé. El fin del mundo había pasado y la vida continuaba, igual de bonita que antes. El Amito vino con un billete en la mano, pero no me dejó olerlo, por mucho que insistí. «Esto ―dijo― no es para comer. Esto lleva dentro una fortuna. Ya verás cómo, a partir de hoy, no oirás ni un maldito petardo en toda tu vida!». Y me dio un beso.

 

Nos fuimos a la calle los dos, el Amito y yo. La Amita se quedó en casa, porque apenas podía caminar. En la colina ya estaban reunidos todos, incluida la señora Teófila. Salté de alegría porque vi a Thor. Roberto llevaba un pequeño aparato que emitía sonidos con una canción muy repetitiva, que siempre terminaba en la frase “mil euros”. Se quedaron totalmente paralizados alrededor de ese cacharro, apenas hablaban. Entonces empecé a disfrutar de verdad. Subí encima de Thor para hacerlo caer, pero no se dejaba, entonces lo empujé por el otro lado. Él hizo una maniobra y echó a correr, yo detrás. Nos caímos en el barro y nos pusimos a revolcarnos uno al otro, ladrándonos de alegría. Nadie nos hacía caso ni nos controlaba. Entre los árboles encontramos un viejo cinturón y lo destrozamos entre los dos, luego pillé una chancla escondida debajo del banco y me lancé con ella a través de todo el campo. Thor intentaba quitarme la chancla, pero no podía alcanzarme, porque yo soy más ágil que él. Estábamos felices.

 

De golpe, la Peña empezó a gritar. Fue una ola de gritos de muchas voces, que subió al mismísimo cielo. Podría jurar que algunos árboles se cayeron en aquel momento. El grito se parecía a uno de los que emiten los amantes del fútbol, pero más fuerte. Nos quedamos quietos, Thor y yo, mirándolos. Los vimos saltar, tirarse al suelo, bailar y hacer muchas cosas impulsivas, poco propias de ellos. Sentí el olor, fue alegría pura, una euforia absoluta, y comprendí que había pasado algo grande. Me puse tan contento de verlos así, que me acerqué corriendo para ver si podíamos jugar todos juntos. Enseguida comprendí para qué había traído el Amito aquel billete. ¡Era para jugar! Miré a Thor: era de la misma opinión que yo, observaba a la Peña con mucho interés. El billete lo tiraban al aire, lo besaban y lo pasaban de uno a otro, sin parar de saltar y gritar a voces. No podía quedarme de lado, así pues me acerqué corriendo. Me sentía repleto de alegría y ganas de participar.

 

―¡150 millones de euros! ―gritaba Juanjo sin parar.
―¡Dámelo a mí! ―chillaba Charo―, ¡yo también le voy a dar un beso! ¡Que vengan los de la tele ya!

 

Elevó el brazo en el aire y empezó a sacudir el billete con todas sus fuerzas. Saltar muy alto no es mi punto fuerte, pero me esforcé y pegué un brinco hacia arriba. Oí mis propios dientes hacer «clack», y apreté la dentadura, llevándome el trofeo. A ver si me pillan ahora, ¡jejeje!

 

―¡Dámelo! ―gritó el Amito histérico. Lo cual significa que está dispuesto a jugar al cien por cien.

 

Se puso a correr detrás de mí, para cogerme el billete. Charo corría detrás del Amito y Roberto detrás de Charo. Intentaban rodearme, incluso la señora Teófila dejó de llorar y se interpuso en mi camino, gritando «¡tomachuche!, ¡tomachuche!». Pero ¿qué significan las chuches en estos momentos? Me sentía feliz. Era el mejor juego de mi vida, con tantas personas que querían quitarme el papelito y no conseguían hacerlo. Se produjo un caos total: todos los perros se soltaron y corrían a nuestro alrededor. Laura Cara Neandertal se cayó y no se levantaba del suelo, solo gemía. Pero nadie fue a ayudarla, porque un juego como este ocurre pocas veces en la vida. Para que se picaran más, me metí en la boca casi todo el papel, de modo que ellos veían solo un pequeño trozo de él. Quería que supieran que estaba a punto de tragármelo, así les entrarían más ganas de jugar. Nunca vi a Roberto correr tan rápido. Me llamaba “cabrón” y “joputa” y se enfadaba más y más. ¡Me sentía en pleno apogeo del triunfo! Al final me alcanzó Thor y le enseñé un poco más de papel. Abrió su gran boca, agarró el trocito que sobresalía y estiró, quedándose con la mitad del trofeo. No podía dejarlo así. Me tragué deprisa el trozo que llevaba y empecé a perseguir a Thor. Vi como cayó Roberto y luego Charo. Vi a la señora Teófila que se agarraba de un árbol con los ojos tan redondos como mi plato de pienso. Vi llorar al Amito que también gritaba “cabrón” y “lamadrequeteparió”. Me sentía el gran protagonista de la fiesta, ¡era mi día de gloria! Pero aún me quedaba una tarea: arrancarle a Thor el trocito que le quedaba, y lo perseguí de nuevo. Cuando mi amigo vio que no podía más, hizo lo mismo que hago yo: se tragó el resto del papel. Entonces nos dimos el abrazo de la amistad, considerando el juego concluido en empate. Miré a mi alrededor. La Peña se levantaba poco a poco del suelo, todos callados como una piedra. Obviamente, ¡habían perdido! Por fin Roberto habló.

 

―No hiciste una copia, ¿verdad? ―Miró al Amito.
―Qué va… no me dio tiempo.
―Ni le sacaste una foto…
―Tampoco…

 

Roberto gruñó como un perro viejo y también se puso a llorar.

 

Subimos al cuarto en pleno silencio. Yo estaba cansadísimo de jugar y el Amito no tenía muy buena pinta: la carrera lo agotó por completo. Tardó en abrir la puerta, le temblaban las manos. La Amita nos esperaba en el pasillo con otro papelito en la mano. También lloraba.

 

―¿Qué es eso? ―le pregunté en mi castellano-perruno―. ¡Déjame olerlo!
Bajó la mano enseñándome el papel. Olía a pis y algo más, como detergente.
―¿Qué es esto? ―preguntó el Amito a su vez, cogiendo el papelito en la mano―. ¿Dos rayas?

 

Pero ella no contestaba, solo pasaba la palma de la mano por la cara, enjugándose las lágrimas.
No aguanto ver a mi Amita llorar, por eso enseguida subí y puse las patas encima de sus hombros. Levantó la cara, mirándome con ternura.

 

―Dame un beso, Norte ―dijo, mientras yo lamía su cara salada―. ¡Dame un beso! Te quiero mucho, ¿lo sabes? Y tú vas a querer a tu hermanito pequeño, ¿verdad?

 

Y nos abrazamos los tres, como los tres inseparables miembros de la manada.

 

A partir de aquel día nuestra vida cambió. Ya no subimos a la colina, los amitos y Jorge intentan llevarnos al campo lejano, evitando que nos crucemos con ningún miembro de la Peña. ¿Qué más puedo desear? Quedarme a solas con Thor y mis amitos ¡no tiene precio! Esto sí que es vivir y disfrutar. Solo podría pedirle a la vida una cosa más: que nunca suenen los petardos, y que de vez en cuando se nos ocurra jugar de la misma manera que aquel día que los humanos llamaron el “Gordo”.

 

***

 

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"Испанский переплёт", литературный журнал. ISSN 2341-1023